Los tres enanitos del bosqueAutor original: anónimoAdaptado por Educrea
Había una vez una niña muy amable llamada Elena, que vivía con su padre en una casita cerca del bosque. Su madre había fallecido hacía tiempo, y aunque su papá la quería con el alma, un día decidió volver a casarse con una mujer que también tenía una hija de la misma edad. Al principio, todos intentaron convivir con amabilidad, pero con el paso del tiempo la madrastra comenzó a sentir mucha envidia de Elena. La niña era dulce, respetuosa y siempre estaba dispuesta a ayudar, mientras que su propia hija era un poco tosca y se molestaba fácilmente. Esa comparación hizo que la madrastra tratara cada vez peor a Elena, a pesar de que la niña nunca respondía con malos gestos. Un día, en pleno invierno, cuando montes y caminos estaban cubiertos de nieve, la madrastra llamó a Elena y le entregó un vestido muy delgado, hecho de un material parecido al papel. —Quiero que vayas al bosque y me traigas un cesto lleno de fresas —ordenó con tono firme—. No vuelvas sin él. Elena abrió los ojos con sorpresa. —Pero… en invierno no hay fresas —dijo con suavidad—. Y con este vestido voy a tener mucho frío. La madrastra no escuchó razones. Solo añadió un pedazo de pan duro para que se alimentara durante el día y la empujó suavemente hacia la puerta. La niña respiró hondo, se ajustó el delgado vestido y caminó entre la nieve. Cada paso crujía, cada soplo de viento parecía atravesarla, pero aún así mantenía el ánimo. —Ojalá encuentre algo que llevar a casa —susurró. Después de un rato caminando, descubrió una pequeña cabaña en medio del bosque. En la ventana se asomaban tres enanitos de nariz rosada y ojos brillantes. Al verla, le hicieron señas para que se acercara. Elena saludó con una sonrisa tímida. —Buenos días… ¿Puedo entrar solo un momento? Hace mucho frío afuera. Los enanitos la recibieron con alegría. Dentro había una chimenea encendida que llenaba la habitación de un calor rico y suave. Elena se sentó cerca del fuego y partió su pan para compartirlo con ellos. —Toma, para ustedes —dijo con un gesto generoso. Los tres se miraron sorprendidos. Casi nadie compartía con ellos, y menos alguien con tan poquito. —Gracias —respondieron, con voces pequeñas pero llenas de cariño—. ¿Qué te trae hasta este bosque helado? Elena les contó todo: la tarea imposible, el cesto vacío y el vestido delgado. Los enanitos se miraron entre sí, como si compartieran un secreto. —Has sido muy amable con nosotros —dijo uno de ellos—. Te pediremos un pequeño favor. Le entregaron una escoba. —¿Puedes barrer la nieve junto a la puerta trasera? Elena aceptó encantada. No era gran cosa comparado con lo que ellos ya habían hecho por ella. Al barrer, algo inesperado sucedió: bajo la nieve aparecieron fresas rojas, brillantes y maduras, como si estuvieran en pleno verano. Elena abrió los ojos con asombro. —¡Qué maravilla! Llenó el cesto, regresó a agradecerles y les estrechó las manos con gratitud. Los enanitos, mientras ella se alejaba, decidieron premiarla por su bondad: —Yo haré que cada día sea más bella por dentro y por fuera —dijo el primero. —Yo haré que de su boca salga una pequeña moneda de oro cada vez que hable, como símbolo de que sus palabras son valiosas —añadió el segundo. —Y yo haré que un día un buen rey la elija como esposa y la cuide siempre —concluyó el tercero. Cuando Elena llegó a casa, dijo tímidamente: —Ya volví. Y dos monedas cayeron suavemente al suelo. Su madrastra quedó deslumbrada por el brillo y la escuchó contar su aventura, mientras el piso se llenaba de monedas pequeñas y doradas. La envidia volvió a crecer en su corazón. —¡Mi hija también irá al bosque! —exclamó. La muchacha, vestida con un abrigo lujoso y cargada de pastelitos, se fue a la cabaña. Sin saludar, entró, se sentó junto al fuego y comenzó a comer sin compartir. Cuando los enanitos le pidieron un pedacito, ella gruñó: —No tengo suficiente. Ellos, entristecidos, igualmente le dieron la escoba para que barriera afuera, pero ella se negó. —¡No soy su sirvienta! Cuando se marchó, los enanitos reunieron consejo: —A quien no comparte ni respeta, le daremos lecciones para aprender —dijo el primero—: cada día será un poquito menos amable. —Y de su boca no saldrán monedas… sino pequeños sapos saltarines —añadió el segundo. —Y deberá esforzarse mucho para construir un camino diferente en su vida —concluyó el tercero. Cuando llegó a casa y abrió la boca para hablar, un sapo dio un pequeño salto. La madre se asustó y, llena de rabia, siguió culpando a Elena por todo. El tiempo pasó, y un día Elena fue enviada a aclarar lino junto a un río. Mientras trabajaba, pasó por ahí la carroza del Rey. Él vio a la niña, envuelta en luz natural, con su dulzura habitual. —¿Quién eres? —preguntó sorprendido. —Soy Elena —respondió ella. Cayeron dos monedas de su boca, tintineando suavemente. El Rey quedó encantado y le ofreció acompañarlo. Elena aceptó, porque sabía que así podría comenzar una vida segura y tranquila. En el palacio, el Rey la trató con amor y respeto. Con el tiempo se casaron, y Elena llegó a ser querida por todos. La madrastra quiso visitarla, movida por la codicia, pero sus malas acciones quedaron al descubierto. El Rey, sin violencia ni venganza, decidió que ella debía abandonar el palacio y reflexionar lejos de quienes había dañado. La hija también recibió ayuda para aprender a convivir mejor y a ser más amable con los demás. Y así, Elena, el Rey y su pequeño hijo vivieron felices, recordando siempre que la generosidad, la bondad y el respeto iluminan cualquier camino. 🌟 Y así termina nuestra historia... La amabilidad siempre deja huellas de luz, y lo que compartimos con cariño vuelve a nosotros de formas inesperadas.
💬 Preguntas para compartir entre padres e hijos:1. ¿Qué enseñanza te dejó la forma en que Elena trató a los enanitos y cómo ellos respondieron a su bondad? 2. ¿Crees que la hermanastra podría cambiar si aprendiera a ser más amable? ¿Qué cosas podría hacer? 3. ¿Por qué es importante compartir, incluso cuando tenemos poco? |
