La habichuela mágica

Autor original: anónimo

Adaptado por Educrea                                  


                               

Había una vez un niño llamado Periquín, que vivía con su madre en una pequeña cabaña al borde del bosque. Los dos se querían mucho, pero pasaban por momentos difíciles: faltaba el dinero, la comida era escasa y cada día se preguntaban cómo seguir adelante. La única riqueza que tenían era una vaca tranquila y cariñosa, a la que cuidaban con especial cariño.


Un día, mientras la madre trataba de estirar los últimos granos para preparar la comida, tomó una decisión dura.


—Periquín —le dijo con suavidad, aunque en su mirada había cierta tristeza—, tendremos que vender la vaca. No queda otra manera de conseguir lo que necesitamos.


El niño asintió, comprendiendo la preocupación de su madre. Aferrado a la cuerda del animal, emprendió el camino hacia la ciudad con pasos lentos y pensamientos revueltos. No quería despedirse de su amiga, pero sabía que era necesario.


En medio del sendero apareció un hombre de sonrisa amable y ojos brillantes. Llevaba en sus manos un pequeño saco de habichuelas de colores intensos, como si tuvieran luz propia.


—Buenos días, muchacho —saludó—. Veo que llevas una vaca fuerte y hermosa. ¿Me la cambiarías por estas habichuelas mágicas?


—¿Mágicas? —preguntó Periquín, intrigado.


—Sí —respondió el hombre—. Si las plantas esta misma noche, te sorprenderán al amanecer.


Aunque dudó un momento, algo en la voz del hombre le transmitía confianza. Y además… ¿no era un poco emocionante pensar en magia en medio de tantos días difíciles? Así que aceptó el intercambio. El hombre se marchó con la vaca, y Periquín emprendió el camino de regreso con el saquito entre las manos, sintiendo una curiosa mezcla de esperanza y nervios.


Cuando llegó a la cabaña, su madre lo miró con incredulidad.


—¿Unas habichuelas? —dijo, sin poder creerlo—. ¡Ay, Periquín!


La decepción la invadió y, sin pensarlo, arrojó las habichuelas por la ventana. Luego se sentó junto al fuego, llevándose las manos al rostro. Periquín quiso consolarla, pero no encontró las palabras exactas. Esa noche ambos se acostaron en silencio.


Pero al día siguiente… ¡la magia habló!


Periquín abrió la puerta para buscar leña y quedó sin aliento: una gigantesca planta de habichuelas se elevaba hasta perderse en el cielo, como si conectara su humilde hogar con un mundo nuevo. Las hojas brillaban al sol y las ramas parecían invitarlo a trepar.


Sintiendo una mezcla de emoción y curiosidad, Periquín comenzó a subir. La brisa le movía el cabello y el corazón le latía con fuerza. Subió y subió, hasta que finalmente llegó a un lugar totalmente desconocido: un paisaje con nubes suaves como algodón y un enorme castillo de piedra clara.


Al entrar con cautela, escuchó una voz profunda y lenta. Era un gigante que dormía plácidamente en un sillón enorme. Muy cerca, sobre una mesa, vio una gallina que ponía un huevo dorado cada vez que se lo pedían. Periquín se quedó maravillado.


Esperó pacientemente a que el gigante se durmiera profundamente y, con pasos suaves como pluma, tomó la gallina en brazos y salió del castillo. Trepó hacia el cielo y luego bajó la planta con cuidado, hasta llegar a su hogar.


Su madre, al ver la gallina, no podía creerlo. Y cuando descubrieron que los huevos eran realmente de oro, se abrazaron emocionados. Por primera vez en mucho tiempo, pudieron vivir tranquilos. Vendieron los huevos poco a poco y el dinero les alcanzó para mucho.


Sin embargo, cuando la gallina envejeció y dejó de poner huevos, Periquín recordó la planta mágica. Pensó que tal vez podía encontrar algo más en aquel extraño mundo. Con decisión, trepó nuevamente.


Esta vez, al esconderse en el castillo, vio al gigante contando monedas de oro que guardaba en un bolsón de cuero. Cuando el gigante se durmió, Periquín tomó el saco y bajó cuidadosamente. Nuevamente, él y su madre vivieron tranquilos durante largas temporadas.


Pero llegó un día en que el bolsón quedó vacío. Periquín, decidido y valiente, trepó una tercera vez la habichuela gigante. Encontró al gigante guardando una caja pequeña que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro. Era como un cofre encantado. También descubrió un arpa que tocaba melodías suaves por sí sola, llenando el ambiente con música que parecía flotar.


Cuando el gigante salió de la habitación, Periquín tomó la cajita. Pero justo al tomar el arpa, esta despertó su hechizo y comenzó a hablar:


—¡Amo, despierta! ¡Me llevan! ¡Me llevan!


El gigante abrió los ojos sobresaltado y se levantó de un salto. Periquín corrió hacia la planta, con el arpa y la cajita. Escuchó los pasos pesados del gigante resonando tras él. Bajó lo más rápido que pudo, sintiendo el viento en el rostro y una chispa de miedo.


Al llegar al suelo, gritó con todas sus fuerzas:


—¡Madre, el hacha!


La madre la trajo de inmediato. Con un golpe preciso, Periquín cortó el tronco de la gran habichuela. La planta se inclinó, y el gigante, que aún bajaba, perdió el equilibrio y desapareció entre las nubes. La amenaza se desvaneció para siempre.


Periquín y su madre vivieron en paz con la cajita mágica, que cada día les entregaba una moneda. Y, más importante aún, aprendieron que la valentía, la creatividad y la esperanza pueden transformar incluso los momentos más difíciles.

 

🌟 Y así termina nuestra historia...

 A veces, la magia aparece cuando decidimos creer en las posibilidades y actuamos con valentía, incluso cuando el camino se ve muy alto o incierto.

 

💬 Preguntas para compartir entre padres e hijos:

 1.   ¿Qué habrías hecho tú si te ofrecieran un intercambio tan extraño como el de Periquín?

 2.   ¿Qué parte de la aventura te pareció más emocionante o sorprendente, y por qué?

 3.   ¿Te imaginas qué otra cosa podría haber al final de una planta mágica? ¿Cómo sería ese mundo?