Juan sin miedo

Autor original: anónimo

Adaptado por Educrea                                  


                               

Érase una vez un padre que tenía dos hijos muy distintos entre sí. El mayor era habilidoso, rápido para aprender y siempre encontraba la forma de resolver cualquier problema. El menor, en cambio, llamado Juan, era distraído, curioso, soñador… y sobre todo, incapaz de entender qué era eso de “tener miedo”.


La gente decía que Juan era algo ingenuo, pero él se lo tomaba con humor. Cada vez que oía a otros exclamar “¡Qué miedo!”, él murmuraba:


—¿Miedo? ¿Qué es eso? Ojalá alguien me enseñara.


Su padre suspiraba.


—Juan, hijo, ya eres grande. Tienes que aprender algo útil para la vida.


Juan respondía:


—Yo quiero aprender a tener miedo, padre. Creo que es importante.


Un día, un sacristán del pueblo escuchó esta conversación y dijo:


—Puedo ayudarlo. En mi casa aprenderá rápido.


Así que Juan fue con él. Su tarea sería tocar las campanas de la torre. El sacristán pensó que, en la oscuridad de la noche, Juan se asustaría con facilidad.


Pero cuando lo mandó tocar la campana pasada la medianoche y se escondió detrás de la escalera para asustarlo con una sábana blanca, Juan solo dijo:


—Señor… está muy tarde para jugar. Si quiere conversar, suba; si no, mejor descanse.


El sacristán, que no esperaba esa reacción, dio un mal paso, resbaló y terminó sentado en la escalera, sobresaltado pero sin lastimarse. Juan corrió a ayudarlo, preocupado.


—¡Ay! No quise asustarlo —dijo—. ¿Está bien?


El padre de Juan decidió que su hijo aprendería mejor… recorriendo el mundo. Le dio unas monedas y un abrazo.


—Hijo, cuídate. Aprende todo lo que puedas.


Juan partió feliz, repitiendo:


—¡Ojalá aprenda a tener miedo!


En su camino conoció a un posadero que, al escuchar su deseo, le contó la historia de un viejo castillo encantado.


—El que pase tres noches allí sin salir corriendo, recibirá un tesoro y podrá casarse con la princesa —dijo con tono misterioso.


Juan no lo dudó.


—¡Allá voy!


El rey, divertido por la valentía de aquel joven, le permitió entrar con tres objetos: una lámpara, una cuerda resistente y un banco de carpintero.


La primera noche, Juan encendió la lámpara en una gran sala vacía. De pronto, se escucharon ronquidos, susurros y pasos pequeños. De las sombras aparecieron gatos negros con ojos brillantes. Pero no eran crueles; parecían traviesos.


—¿Tienen frío? —preguntó Juan—. Acérquense a la luz.


Los gatos, sorprendidos, se arrimaron y comenzaron a jugar entre ellos. Cuando intentaron moverle la lámpara, Juan los tranquilizó con voz dulce.


—Cuidado, amiguitos, que nos quedamos a oscuras.


Los gatos maullaron, dieron vueltas y, cansados, desaparecieron. Juan suspiró.


—Bueno… tampoco hoy siento miedo.


La segunda noche, mientras soplaba la lámpara, escuchó un golpe fuerte. Al mirar, vio dos figuras de sombra que parecían piezas de rompecabezas que se unían entre sí. Juan dijo:


—¿Necesitan ayuda para armarse?


Las sombras se juntaron hasta formar un hombre grande, que solo quería un sitio junto al fuego porque “afuera hacía mucho frío”. Juan le ofreció parte del banco, y conversaron un rato sobre historias del castillo. Al amanecer, la figura se desvaneció como niebla.


—Todavía no sé qué es el miedo… —susurró Juan.


La tercera noche fue la más sorprendente. Un grupo de guardianes del castillo trajo un gran cofre antiguo.


—Dentro duerme alguien que necesita calor —dijeron con voz suave.


Juan abrió el cofre y encontró un muñeco tamaño real, muy frío al tacto, como si hubiera estado guardado por años.


—Pobre, tienes frío —dijo Juan, y lo llevó junto al fuego.


Pronto, el muñeco cobró algo de vida mágica y se movió torpemente, como agradeciendo haber sido despertado. Le tomó la mano a Juan y señaló hacia una puerta secreta. Allí había tres cofres llenos de riquezas antiguas.


—Este castillo llevaba siglos esperando a alguien amable —dijo una voz cálida que parecía surgir del viento—. Has roto el hechizo con tu valentía tranquila.


Al día siguiente, el rey lo recibió con una sonrisa.


—Juan, has logrado lo que nadie conseguía. Desencantaste mi castillo. Y lo hiciste sin pelear, sin gritar, sin lastimar. Solo con calma, bondad… y curiosidad.


La princesa, que era tan dulce como inteligente, quedó encantada con la forma de ser de Juan.


—Me gustaría conocerte mejor —le dijo con timidez.


Pronto, Juan se convirtió en un héroe querido en todo el reino. Pero seguía murmurando:


—¡Si al menos supiera lo que es el miedo!


Hasta que un día, mientras dormía, ocurrió algo muy simple.


La princesa y su doncella se acercaron para acomodar una manta que había caído al suelo. Al levantarla, la doncella golpeó sin querer la mesa donde había una jarra con agua fría, que se volcó justo encima de Juan.


¡Splash!


Juan despertó de un salto, con los pies fríos y los ojos muy abiertos.


—¡Ay, qué susto! —gritó—. ¡Ahora sí sé lo que es el miedo!


La princesa se llevó las manos a la boca, sorprendida, y luego empezó a reír.


Juan también. Por primera vez, había sentido esa emoción que tanto buscaba.


Y desde entonces comprendió algo importante: sentir miedo no es malo; es una emoción que nos ayuda a cuidarnos y a valorar a quienes nos acompañan.


Vivió feliz, acompañado de personas que lo querían… y ahora sí, con todas sus emociones completas.



🌟 Y así termina nuestra historia...

  Reconocer el miedo nos ayuda a cuidarnos y a crecer, porque todas las emociones tienen algo que enseñarnos.

 

💬 Preguntas para compartir entre padres e hijos:

 1.   ¿Por qué crees que Juan quería tanto saber qué era el miedo?

 2.   ¿Qué aprendió Juan sobre las emociones durante su aventura?

 3.   ¿Qué emoción te gustaría comprender mejor y por qué?