La mamá cabra y los sietes cabritillos

Autor original: anónimo

Adaptado por Educrea                                  


                               

En una casita pequeña y alegre, al borde del bosque, vivían una mamá cabra y sus siete cabritillos. La casa siempre olía a pan recién hecho y a flores del jardín. Por las mañanas se escuchaban risas, canciones y el trote rápido de patitas curiosas que iban de un lado a otro.


Cada cabritillo tenía su propia forma de ser. Había uno muy valiente, otro algo miedoso, uno que amaba leer, otro que no paraba de preguntar “¿por qué?”, y así, cada uno con su encanto especial. Lo que todos compartían era el gran amor que sentían por su mamá cabra.


Una mañana soleada, la mamá les avisó:


—Hijitos, hoy debo ir al pueblo a comprar comida rica para todos. Cuando vuelva, si todo está en orden, daremos un paseo por el campo.


Los cabritillos aplaudieron contentos.


—¡Sí, mamá! —respondieron a coro.


Antes de salir, la mamá se puso muy seria, pero con dulzura en la voz:


—Escuchen bien, tesoros. Mientras yo no esté, no abran la puerta a nadie. El bosque es hermoso, pero también hay peligros. Si alguien llama, pregúntenle quién es, escuchen su voz y pídanle que les muestre su patita por debajo de la puerta. Ustedes ya saben que mis patitas son blancas y suaves como la harina, y mi voz es dulce, como canción de cuna.


Los cabritillos asintieron con la cabecita.


—Lo recordaremos, mamá —dijeron.


La mamá cabra les dio un beso a cada uno, uno en la frente y uno en la nariz, tomó su bolso y se fue por el camino hacia el pueblo.


Lo que no sabían era que, detrás de un árbol grande, se escondía un lobo que había oído todo. Era un lobo astuto, de pelaje gris, ojos brillantes y mucha, mucha hambre de travesuras… aunque él pensaba más en su barriga que en las consecuencias.


—Mmm… siete cabritillos solos… —murmuró, relamiéndose—. Tal vez pueda engañarlos.


Esperó unos minutos y luego se acercó a la puerta. Golpeó con sus nudillos:

—¡Toc, toc, toc!


—¿Quién es? —preguntaron los cabritillos desde dentro, juntitos, un poco nerviosos.


El lobo trató de hacer una voz dulce, pero le salió ronca y áspera:


—Soy su mamá, hijitos. Ábranme, les traigo comidita rica…


Los cabritillos se miraron entre ellos. La voz no les sonó bien.


—Nooo —respondieron con firmeza—. Tú no eres nuestra mamá. ¡Ella tiene la voz suave y tú hablas muy raro! ¡Eres el lobo!


El lobo se alejó enfadado, pero también sorprendido.


—Vaya, estos cabritillos no son tan tontos —gruñó—. Tendré que pensar mejor mi plan.


Se acercó a una granja cercana y allí bebió miel tibia y agua, y se aclaró la garganta una y otra vez, hasta que su voz sonó más suave. Luego, caminó hasta el molino, habló con el molinero y, con cara de bueno, le pidió un poco de harina.


—Es para hacer pan —mintió.


El molinero, sin sospechar nada, le dio un saco de harina. El lobo metió una de sus patas en la harina hasta que quedó bien blanca.


—Ahora sí —dijo satisfecho—. Voz suave y pata blanca.


Regresó a la casita y volvió a golpear:

—¡Toc, toc, toc!


—¿Quién es? —preguntaron los cabritillos.


Esta vez, el lobo habló con voz dulce y lenta:


—Hijitos, soy mamá. Ya volví del pueblo y les traigo comidita exquisita.


Los cabritillos dudaron. La voz sonaba más parecida, pero recordaban muy bien lo que su madre les había dicho.


—Si eres nuestra madre —dijo el cabritillo más desconfiado—, muéstranos tu patita por debajo de la puerta.


El lobo, muy seguro de sí mismo, deslizó la pata enharinada por debajo de la puerta. Los cabritillos vieron una patita blanca y suave, tal como la de mamá.


—Esta vez sí que es mamá —susurraron algunos—. ¡Abran la puerta!


Giraron la llave y la puerta se abrió.


El lobo entró de un salto. Sus ojos brillaron contentos al ver a los siete cabritillos.


—¡Los encontré! —gritó, avanzando hacia ellos.


Los cabritillos se asustaron mucho, sus corazoncitos latían rápido. Pero ninguno se quedó quieto: todos salieron corriendo a esconderse. Uno dentro de un armario, otro detrás de una cortina, uno bajo la cama, otro en el baúl de los juguetes, uno dentro del reloj de pie, otro detrás de la mesa y el más pequeño se escondió en una cesta de ropa limpia.


El lobo corría por la casa intentando atraparlos. En su torpeza, tropezó con una banqueta, chocó con la mesa, tiró un jarrón de flores y casi cae dentro del baúl. Hacía tanto ruido que desde afuera la casa parecía una orquesta de golpes y quejidos.


—¡Ay, mi cola!… ¡Ay, mi pata! —gruñía el lobo.


En ese momento, un cazador que pasaba por el camino escuchó todo el alboroto. Se acercó con cuidado, abrió la puerta y vio al lobo desordenándolo todo.


—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? —exclamó el cazador con voz firme.


El lobo se quedó helado. No esperaba encontrarse con nadie. Miró al cazador, miró a su alrededor y, de pronto, se sintió muy pequeño.


—Yo… yo… solo estaba de paso —balbuceó.


El cazador dio un paso adelante, sin necesidad de levantar su arma.


—Este no es tu hogar, ni tu lugar. Sal de aquí ahora mismo y no vuelvas a molestar a estos cabritillos.


El lobo, asustado, salió corriendo a toda velocidad hacia lo más profundo del bosque, prometiendo entre dientes no volver nunca a esa casa.


Cuando todo quedó en silencio, el cazador habló con voz suave:


—Pequeños, ya pueden salir. El lobo se fue.


Uno a uno, los cabritillos fueron asomando sus caritas desde sus escondites. Estaban temblorosos, pero a salvo. Se miraron entre ellos y algunos se acercaron al cazador para darle las gracias con un abrazo tímido.


Al poco rato regresó la mamá cabra del pueblo. Al ver la puerta entreabierta y la casa revuelta, se asustó.


—¡Mis hijitos! —exclamó con el corazón encogido.


Los cabritillos corrieron hacia ella y la rodearon.


—Mamá, nos asustamos mucho, pero recordamos lo que nos dijiste —contaron, casi al mismo tiempo—. Al principio no abrimos, pero después el lobo nos engañó. Menos mal que pensamos rápido y nos escondimos. Y el cazador nos ayudó.


La mamá cabra los abrazó uno por uno, con una mezcla de tristeza, alivio y orgullo.


—Estoy muy orgullosa de ustedes —dijo—. Tuvieron miedo, pero también fueron valientes. Aprendimos algo muy importante: hay que seguir las normas de cuidado, observar bien y, si algo no nos parece seguro, buscar ayuda de un adulto de confianza.


Como agradecimiento, la mamá cabra invitó al cazador a quedarse a merendar. Juntos ordenaron la casa, pusieron el mantel más bonito y compartieron la rica comidita que ella había traído del pueblo.


Esa noche, antes de dormir, los cabritillos se acurrucaron junto a su mamá.


—¿Estarás con nosotros mañana, mamá? —preguntó el más pequeño.


—Siempre que pueda, hijito. Y cuando no esté, tendrán mis consejos en su corazón, y sabrán cómo cuidarse —respondió ella, dándoles un beso de buenas noches.


Y así, en aquella casita del bosque, aprendieron que el amor y el cuidado van de la mano con la prudencia y la valentía.

 

🌟 Y así termina nuestra historia...

Cuando escuchamos a quienes nos cuidan, todo se vuelve más seguro y más bonito.

 

💬 Preguntas para compartir entre padres e hijos:

 1.   ¿Qué piensas que sintieron los cabritillos cuando se dieron cuenta de que no era su mamá, sino el lobo, quien estaba detrás de la puerta?

 2.    ¿Qué podemos hacer en nuestra familia cuando algo nos da miedo o no nos parece seguro, como les pasó a los cabritillos?

 3.   Si tú fueras uno de los cabritillos, ¿qué consejo le darías a tus hermanos para cuidarse mejor cuando los adultos no están cerca?