Las cigüeñas

Autor original: Hans Christian Andersen

Adaptado por Educrea                                  


Sobre el tejado de la casa más alejada de la aldea había un nido de cigüeñas. Allí vivía la cigüeña mamá con sus cuatro polluelos, que asomaban las cabecitas moviendo sus piquitos todavía oscuros. Un poco más allá, muy erguido sobre una pata, estaba papá cigüeña, quieto como una estatua, vigilando todo desde lo alto.


A él le encantaba imaginar que la gente, al verlo tan firme, pensaba:


—Debe ser un importante guardián del tejado.


Abajo, en la calle, jugaba un grupo de niños. Corrían, reían, se empujaban suavemente, hasta que uno de ellos miró hacia arriba y vio el nido.


—¡Miren, cigüeñas! —gritó el más travieso.


Y, sin pensarlo mucho, empezó a cantar una canción burlona. Pronto todos lo siguieron, riendo y señalando al nido. Las palabras no eran bonitas; hablaban de asustar a las cigüeñas y de que nunca aprenderían a volar.


Sólo un niño, llamado Perico, se quedó callado. Miró a sus amigos y dijo en voz baja:


—No es justo molestarlas. Sólo están cuidando a su familia.


Pero los demás siguieron riendo.


En el nido, los polluelos se removieron inquietos.


—Mamá, ¿por qué se ríen de nosotros? —preguntó el más pequeño, con un nudo en la garganta.


—Dicen cosas feas… —añadió otro, escondiendo la cabeza bajo el ala.


La cigüeña mamá les acarició despacito con el pico.


—No se preocupen —susurró con ternura—. Hay personas que se burlan cuando no entienden. Pero sus palabras no pueden hacernos daño si no las dejamos entrar en el corazón.


Los polluelos miraron a su padre. Estaba tranquilo, sobre una pata, observando el horizonte.


—Miren a su papá —continuó la madre—. Está sereno porque sabe quién es, y porque confía en lo que vendrá.


Al día siguiente, los niños volvieron a la calle. Otra vez empezaron a cantar su canción, entre risas y saltos. Perico, de nuevo, no quiso participar.


—Yo no voy a cantar eso —dijo—. Me dan pena las cigüeñas.


En el nido, los polluelos suspiraron.


—Mamá, ¿de verdad estaremos bien? —preguntó uno.


—Claro que sí —respondió ella—. Dentro de poco les enseñaré a volar. Iremos a los prados, donde viven las ranas. Ellas cantan “croac, croac” cuando nos ven, y nosotros daremos saltitos por el agua. Será divertido.


—¿Y después? —preguntaron, ahora un poco más animados.


—Después, cuando sean más fuertes, nos reuniremos con muchas otras cigüeñas. Practicaremos vuelos largos, porque tendremos que viajar lejos, a tierras cálidas donde el sol brilla casi todo el año. Allí hay lugares maravillosos, como enormes construcciones de piedra que casi tocan el cielo. Se llaman pirámides, y son muy antiguas.

Los pequeños abrieron los ojos con asombro.


—¿Y aquí qué pasa mientras tanto?


—Aquí hace frío —explicó la mamá—. Las hojas caen de los árboles y a veces del cielo cae algo blanco y helado que cubre todo, como si el mundo se pusiera un gran abrigo. Se llama nieve.


—¿Y los niños malos también pasan frío? —preguntó uno, todavía resentido.


—Pasarán frío si no se abrigan —rió la madre—, pero sobre todo pasarán frío en el corazón si siguen usando las palabras para herir.


Pasaron las semanas. Los polluelos crecieron y el nido empezó a quedarles un poco estrecho. Cada mañana, su padre llegaba con pequeñas golosinas: insectos, lombrices y algún bocadito especial. Luego, para hacerlos reír, castañeteaba el pico como si fuera un pequeño tambor.


Un día, la madre anunció:


—Ha llegado el momento de aprender a volar.


Los cuatro polluelos se quedaron muy quietos.


—¿Volar… de verdad? —susurró el más tímido.


Tuvieron que subir al borde del tejado. El mundo desde allí parecía enorme.


—Pongan la cabeza así, las alas así, y… ¡uno, dos, tres! —indicó la madre—. En la vida, igual que en el aire, hay que atreverse poco a poco.


Los pequeños hicieron un pequeño salto. Sus alas se agitaron torpemente, y casi pierden el equilibrio. Volvieron corriendo al nido.


—¡No quiero volar! —lloró uno—. Prefiero quedarme aquí para siempre.


La mamá lo miró con dulzura.


—Si no aprendes a volar, te perderás los prados, las ranas, las flores, el viaje al sol. A veces da miedo dejar el lugar seguro, pero sólo así descubrimos lo que somos capaces de hacer.


Al tercer día, ya lograban recorrer un pequeño tramo por el aire. Sus vuelos eran cortos y un poco desordenados, pero cada intento era mejor que el anterior. Justo entonces, los niños volvieron y otra vez comenzaron con la canción burlona.


Los polluelos se indignaron:


—¡Mamá, bajemos a regañarlos! ¡Siempre se ríen de nosotros!


La cigüeña mamá negó con la cabeza.


—No. Nuestra mejor respuesta será volar alto. Ustedes sigan practicando: uno, dos, tres, hacia la derecha… uno, dos, tres, hacia la izquierda.


Pronto, las jóvenes cigüeñas volaban con tanta gracia que su madre se sentía orgullosa.


—Quisiera que, cuando nos juntemos con las otras cigüeñas, ustedes sean ejemplo de esfuerzo y buen corazón —les decía.


Sin embargo, los polluelos seguían recordando a los niños burlones, en especial al más pequeño, el que siempre empezaba la canción.


—Algún día tendremos que vengarnos —murmuraban entre ellos.


La madre los escuchó y reflexionó un momento.


—Si es que vamos a hacer algo, no será para hacer daño —dijo al fin—. Será para enseñar.


Se acercaba el otoño y las cigüeñas se preparaban para partir. Hicieron grandes maniobras en el cielo, volando en grupo sobre bosques y campos. Los jóvenes lo hicieron tan bien que sus padres los felicitaron.


—Ahora —anunció la mamá—, es momento de nuestra “venganza especial”.


Les contó que, en un lugar secreto, se dice que descansan los bebés que aún no han llegado a las familias. Las cigüeñas, según las historias, ayudan a llevarlos a los hogares donde los esperan con amor.


—Iremos a ese lugar imaginario —explicó—. A los niños que nos trataron con respeto y no se burlaron, les traeremos un regalo muy especial: un hermanito o una hermanita, o tal vez la noticia de que pronto llegará uno. Será una sorpresa llena de alegría.


Los polluelos batieron las alas, contentos.


—¿Y qué pasará con el niño que empezó la burla? —preguntó uno, aún molesto.


—A ese niño le llevaremos otro tipo de regalo —respondió la madre—. No será para hacerlo sufrir, sino para que aprenda. Le llevaremos un pequeño mensaje: que sus palabras pueden lastimar, y que siempre está a tiempo de cambiar. Quizás, cuando vea que otros niños reciben buenas noticias, él también quiera ser más amable.


Los polluelos se quedaron pensativos.


—Entonces, la verdadera venganza…


—…es enseñar a ser mejor —completó la cigüeña madre.


Y así, una mañana luminosa, las cigüeñas levantaron el vuelo. Sobre la aldea, todos vieron sus alas extendidas recortadas contra el cielo. Perico las siguió con la mirada, con una sonrisa tranquila, sin saber que, en algún lugar del futuro, tal vez le esperaba un regalo lleno de amor.


Porque, al final, tanto las cigüeñas como los niños aprendieron que las palabras pueden ser plumas suaves que acarician… o piedras que hieren. Y que siempre es mejor elegir ser amables, valientes y respetuosos con todos los seres vivos.


🌟 Y así termina nuestra historia...

En la vida, igual que en el vuelo de las cigüeñas, aprendemos que el respeto y la bondad nos ayudan a llegar más lejos que la burla y la crueldad.


💬 Preguntas para conversar en familia:

1. Si tú fueras una de las cigüeñas pequeñas, ¿qué te daría más miedo: aprender a volar o escuchar las burlas de los niños? ¿Por qué?


2. ¿Qué opinas de la actitud de Perico? ¿Qué te gustó o te llamó la atención de lo que hizo?


3. Cuando las cigüeñas aprendieron a volar, ¿qué emoción te imaginas que sintieron? ¿Orgullo, miedo, alegría?