El Príncipe Feliz

Autor original:  Oscar Wilde

Adaptado por Educrea                                  


En lo más alto de la ciudad, sobre una columna muy elegante, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Brillaba como un sol pequeño: estaba cubierta de láminas doradas, tenía dos zafiros azules por ojos y un rubí rojo resplandecía en el puño de su espada. Quienes pasaban por la plaza solían detenerse a admirarlo.


Unos decían que era tan bello como un ángel; otros, que mirarlo les llenaba el corazón de alegría. Nadie imaginaba que aquella estatua, tan luminosa por fuera, escondía un mundo muy distinto por dentro.


Una tarde llegó a la ciudad una pequeña golondrina. Sus amigas habían partido hacia tierras cálidas cuando llegó el otoño, pero ella se había quedado atrás porque, durante el verano, se enamoró de un ave del río. Al final comprendió que las aves del ríos no viajan y que ella necesitaba seguir volando, así que emprendió el camino sola.


—Buscaré un lugar para dormir —susurró mientras la noche caía.


Al ver la estatua dorada, decidió posarse entre los pies del Príncipe Feliz. Pero cuando se acomodó, una gota cayó sobre su cabecita. Luego otra. Y otra.


—¡Qué extraño! —dijo levantando la mirada—. El cielo está despejado… ¿cómo puede llover?


Entonces vio algo que la dejó quieta como una pluma: los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas.


—¿Quién eres? —preguntó la golondrina con suavidad.


—Soy el Príncipe Feliz —respondió la estatua, con voz dulce y triste a la vez.


El Príncipe le contó que, cuando estaba vivo, nunca había conocido el dolor. Vivía en un palacio donde todo era música, baile y jardines hermosos. Nunca supo lo que ocurría fuera de aquellos muros. Pero ahora, desde lo alto de la ciudad, podía verlo todo: las injusticias, la pobreza, la tristeza de quienes luchaban cada día. Y aunque su corazón era de plomo, no podía evitar llorar.


—Allá abajo —dijo señalando con su mirada— vive una costurera agotada. Trabaja día y noche para terminar un vestido elegante mientras su hijo está enfermo. El niño tiene fiebre y sueña con probar una naranja… pero su madre solo puede darle agua. Golondrina, ¿podrías llevarles ayuda?


La golondrina dudó. Tenía frío y debía volar hacia lugares cálidos. Pero la mirada del Príncipe era tan compasiva, tan sincera, que decidió quedarse una noche más.


Tomó el rubí de la espada del Príncipe y lo llevó volando hasta la casa de la costurera. Dejó la piedra sobre la mesa y agitó sus alas suavemente para refrescar al niño, que pronto se quedó dormido con una sonrisa.


Cuando volvió con el Príncipe, su corazón se sentía más tibio que antes.


A la noche siguiente, el Príncipe envió a la golondrina a ayudar a un joven escritor que estaba solo, sin dinero y con frío. Como ya no tenía rubí, le pidió que llevara uno de sus ojos de zafiro. La golondrina estaba triste por dejarlo ciego de un ojo, pero cumplió su encargo.


La tercera noche, otro pedido: una niña que vendía fósforos había perdido su mercancía en un charco y temblaba de miedo por volver a casa sin dinero. Él deseaba ayudarla, aunque eso significara entregar su último ojo. La golondrina, conmovida, obedeció. Y al ver al Príncipe completamente ciego, decidió no dejarlo jamás.


—Te contaré historias para que no estés solo —le prometió.


Durante el día, volaba por toda la ciudad para observar lo que ocurría y se lo relataba al Príncipe: familias que pasaban frío, niños sin alimento, personas que trabajaban demasiado y dormían poco.


—Toma mi oro —pidió el Príncipe—. Que todos lo reciban, aunque quede sin brillo.


La golondrina desprendió cada lámina dorada de la estatua y la repartió entre quienes más lo necesitaban. Poco a poco, el Príncipe Feliz perdió su esplendor, pero la ciudad empezó a llenarse de sonrisas nuevas.


Luego llegó el invierno. La golondrina comenzó a sentir un frío que le atravesaba las alas, pero se negó a partir.


Una mañana, con su fuerza ya agotada, voló hasta el hombro del Príncipe.


—He venido a despedirme —susurró—. Gracias por dejarme ser tu amiga.


La golondrina posó un beso suave en la mejilla del Príncipe Feliz y, con un último suspiro, se durmió para siempre.


En ese mismo instante, dentro de la estatua sonó un crujido: el corazón de plomo del Príncipe se partió en dos. No por el frío, sino por la tristeza de perder a su compañerita.


Tiempo después, los gobernantes de la ciudad mandaron retirar la estatua, pues ya no brillaba. Nadie comprendió que la belleza del Príncipe ya no estaba en su oro, sino en su bondad. El corazón de plomo no se derritió y la golondrina fue encontrada a su lado.


Pero según cuentan, más allá del mundo, un ángel llevó el corazón del Príncipe y el cuerpo de la pequeña golondrina a un lugar de luz eterna, donde siguen juntos, compartiendo su bondad para siempre.


🌟 Y así termina nuestra historia...

El verdadero valor no está en lo que vemos por fuera, sino en lo que hacemos por los demás, aun cuando nadie nos esté mirando.


💬 Preguntas para conversar en familia:

1. ¿Qué fue lo que más te emocionó de la amistad entre el Príncipe y la golondrina?


2. ¿Qué crees que hace que una amistad sea fuerte y sincera, como la del Príncipe y la golondrina?


3. ¿Por qué crees que ayudar a alguien puede hacernos sentir más felices, incluso si perdemos algo?