Rumpelstiltskin

Autor original:  Hans Christian Andersen

Adaptado por Educrea                                  


Había una vez un molinero que vivía en un pequeño pueblo, rodeado de montañas y campos dorados. Aunque era trabajador y amable, era tan pobre que apenas tenía con que vivir. Sin embargo, tenía algo que él consideraba más valioso que todo el oro del mundo: una hija buena, inteligente y con una sonrisa que iluminaba cualquier rincón.


Un día, el molinero fue llamado al palacio del rey. Quería causar una buena impresión y, por nervios o por exageración, dijo lo primero que se le ocurrió para parecer importante:


—Mi hija puede convertir la paja en oro con una rueca —dijo orgulloso.


El rey, sorprendido y curioso, respondió con firmeza:


—Si es cierto, tráela mañana. Deseo ver ese talento con mis propios ojos.


La muchacha llegó al palacio un poco asustada. El rey la llevó a una habitación llena de paja y una rueca en el centro.


—Tienes toda la noche para convertir esta paja en oro —ordenó con seriedad—. Mañana vendré a ver tu trabajo.


La joven se quedó sola. Miró la rueca. Miró la paja. No sabía qué hacer. El miedo la hizo sentir un nudo en la garganta, y lagrimitas silenciosas comenzaron a caer por sus mejillas.


De pronto, la puerta se abrió suavemente. Apareció un hombrecillo pequeño, de ojos brillantes y voz curiosa.


—Buenas noches —dijo inclinándose—. ¿Por qué lloras?


La muchacha respiró hondo.


—Porque no puedo convertir la paja en oro… y me lo han pedido como si fuese algo fácil.


El hombrecillo sonrió y dio un pequeño saltito.


—Yo puedo hacerlo por ti. ¿Qué me darás a cambio?


La joven pensó. Solo tenía su collar favorito, un recuerdo de su infancia.


—Puedes llevarte mi collar —respondió.


El hombrecillo aceptó. Se sentó frente a la rueca, la hizo girar y, vuelta tras vuelta, la paja comenzó a transformarse en relucientes hilos dorados. Cuando la primera luz del amanecer entró por la ventana, toda la habitación brillaba como si estuviera llena de soles pequeños.


Cuando el rey vio el oro, abrió los ojos con asombro. Sin embargo, su deseo de tener más lo cegó, y llevó a la muchacha a una sala aún más grande, llena de más paja que antes.


—Haz lo mismo esta noche —ordenó—. Si lo logras, te recompensaré.


La muchacha volvió a sentirse agobiada. Otra vez las lágrimas. Y otra vez, el hombrecillo apareció.


—¿Qué me darás esta vez si convierto la paja en oro?


La joven miró sus manos. Solo tenía un anillo sencillo, pero especial para ella.


—Puedes quedártelo —dijo.


El hombrecillo hizo su magia nuevamente. Al amanecer, el salón brillaba dorado.


El rey estaba encantado. Aun así, su ambición lo llevó a una tercera sala, enorme.


—Si lo haces otra vez —dijo—, te convertiré en mi esposa.


La joven, ya sin nada que ofrecer, volvió a llorar. El hombrecillo apareció por tercera vez.


—¿Qué me darás ahora?


—Nada me queda… —susurró ella.


El hombrecillo la miró con ojos afilados.


—Entonces prométeme algo: cuando seas reina, me darás a tu primer hijo.


La muchacha dudó. Sintió miedo, pero también pensó que quizá eso nunca pasaría. Y no veía otra manera de salvarse.


—Lo prometo —dijo con voz temblorosa.


El hombrecillo cumplió su parte. El rey, feliz con su oro, cumplió también la suya. Se casó con la joven, se convirtió en reina y con el tiempo se enamoraron, aprendiendo a disfrutar de su nueva vida, a tomar decisiones sabias y a tratar a todos con bondad.


Pasó un año y nació un bebé hermoso, risueño y lleno de vida. La reina lo amaba con todo su corazón, tanto que había olvidado por completo su antigua promesa.


Pero una tarde, mientras mecía a su hijo, escuchó unos golpecitos en la puerta. Era el hombrecillo.


—Vengo por lo que me prometiste —dijo.


La reina sintió un escalofrío. Abrazo a su bebé con fuerza.


—¡No! Te daré cualquier cosa: tesoros, joyas, todo mi reino… pero no a mi hijo.


El hombrecillo negó con la cabeza.


—No quiero riquezas. Quiero lo que me prometiste.


La reina comenzó a llorar con tanta tristeza que incluso el extraño hombrecillo pareció conmovido.


—Te daré una oportunidad —dijo al fin—. Tienes tres días para adivinar mi nombre. Si lo haces, podrás quedarte con tu hijo.


La reina envió mensajeros por todo el reino, preguntando y anotando nombres extraños, largos, cortos, divertidos y antiguos. Cada día, cuando el hombrecillo venía, ella repetía la lista, pero él respondía siempre:


—No. Ese no es mi nombre.


El tercer día, uno de los mensajeros regresó con una historia curiosa: había visto al hombrecillo bailando alrededor de una fogata en el bosque, cantando felizmente su propio nombre.


La reina sonrió. Quizá, solo quizá, lo lograría.


Cuando el hombrecillo llegó esa noche, preguntó con un aire victorioso:


—Entonces… ¿Cuál es mi nombre?


La reina respiró hondo.


—¿Te llamas… Rumpelstiltskin?


El hombrecillo abrió los ojos de par en par. Su sorpresa fue tan grande que dio un salto hacia atrás.


—¡No puede ser! —gritó— ¡Alguien te lo dijo!


Lleno de enojo, dio un pisotón tan fuerte que su zapato se hundió en el suelo. Luego desapareció entre un torbellino de humo. Y jamás volvió.

La reina abrazó a su bebé, sonrió aliviada y prometió nunca más comprometer lo más valioso de su vida por miedo o desesperación.


🌟 Y así termina nuestra historia...

La verdadera riqueza está en valorar lo que amamos y en aprender a pedir ayuda sin miedo ni engaños. 


💬 Preguntas para conversar en familia:

1. ¿Qué crees que podría haber hecho la muchacha para pedir ayuda sin hacer promesas peligrosas?


2. ¿Por qué es importante pensar bien antes de aceptar un trato o compromiso?


3. ¿Qué parte del cuento te hizo sentir más emoción y por qué?