El Traje Nuevo del EmperadorAutor original: Hans Christian AndersenAdaptado por Educrea Había una vez un emperador que vivía en una ciudad alegre y llena de música, risas y colores. A este emperador le encantaba vestirse con trajes hermosos. Le gustaban tanto, pero tanto, que cada día usaba uno diferente. Algunos eran brillantes, otros suaves como las nubes y otros llenos de bordados pequeñitos que parecían estrellas. Cada vez que alguien preguntaba dónde estaba, la gente respondía: —El Emperador está en su vestidor. En esa ciudad, siempre llegaban personas nuevas: viajeros, comerciantes y artistas. Un día aparecieron dos hombres que decían ser los mejores tejedores del mundo. Según ellos, podían crear una tela tan especial que solo las personas honestas, inteligentes y adecuadas para su cargo podían verla. Para todos los demás… la tela sería completamente invisible. Al emperador le fascinó la idea. —¡Un traje maravilloso! —dijo ilusionado—. Además, podré saber quién hace bien su trabajo. Y sin pensarlo dos veces, les dio dinero y materiales para que comenzaran a tejer. Los tejedores instalaron sus telares y fingieron trabajar día y noche. Movían las manos como si tocaran telas suaves, comentaban colores y diseños… pero la verdad es que ¡no había nada! Todo era parte de su engaño. El emperador empezó a sentir curiosidad. Quería saber cómo iba avanzando su traje, pero también le daba un poco de nervios no poder verlo. Así que decidió enviar a su ministro más querido y respetado. —Él sabe de telas y de trabajo honesto —pensó—. Seguro podrá describirme cada detalle. El ministro entró al taller y abrió los ojos muy grandes. Y luego más grandes todavía. —¡Cielo santo! —pensó con preocupación—. ¡No veo nada! Pero no se atrevió a decirlo, porque temía que pensaran que no era apto para su trabajo. Así que sonrió, afirmó con la cabeza y dijo: —¡Qué tela tan maravillosa! Los colores son increíbles. Y repitió todo lo que los tejedores describían, memorizándolo para contárselo al emperador. El emperador quedó encantado y envió a otro funcionario. A él le pasó exactamente lo mismo. —No puedo perder mi cargo —pensó—. ¡Debo decir que veo la tela! Y también elogió colores y dibujos que no existían. Toda la ciudad comenzó a hablar del traje especial. Todos comentaban lo hermoso que debía ser, aunque nadie lo había visto. Finalmente, el emperador decidió ir él mismo. Entró al taller acompañado de sus consejeros. Observó los telares vacíos y sintió un temblorcito en el estómago. —¿Será posible que…? ¿Qué yo tampoco la vea? —pensó—. Eso sería terrible. Pero respiró hondo, levantó la barbilla y dijo: —¡Qué belleza! ¡Qué perfección! Sus consejeros, para no quedar mal, repitieron lo mismo. Los tejedores pidieron una última entrega de materiales y siguieron fingiendo hasta anunciar: —¡El traje está listo! Cuando llegó el gran día de la procesión, llevaron al emperador a una sala llena de espejos. Los embaucadores hicieron como si le pusieran los pantalones, la casaca y un largo manto. Movían las manos con tanto cuidado que realmente parecía que estaban sosteniendo algo. —Es tan ligero como una pluma —dijeron—. Casi sentirás que no llevas nada. El emperador, aunque nervioso, fingió seguridad. —Sí, se siente realmente cómodo —respondió, mientras intentaba no sonrojarse. Salió a la calle muy erguido, con paso elegante. Los ayudantes caminaban detrás de él sosteniendo la “cola” imaginaria. Todos los habitantes le aplaudían y decían: —¡Qué traje más hermoso! ¡Qué colores tan brillantes! Nadie quería parecer tonto o incapaz. Todos fingían ver lo que no estaba allí. Hasta que, entre la multitud, una voz clara y llena de inocencia rompió el silencio: —¡Pero si el emperador no lleva nada! Era un niño pequeño, con los ojos abiertos como lunas. Su papá trató de hacerlo callar, pero ya era tarde. La frase se esparció como un viento rápido: —¡El niño dice que no lleva nada! —¡Es verdad, no lleva traje! El emperador escuchó a la gente y sintió que el corazón le latía más fuerte. Pero en vez de escapar o esconderse, respiró hondo y siguió caminando. —Terminaré la procesión —pensó—. A veces hay que admitir nuestros errores, aunque nos dé un poco de vergüenza. Y así, aprendió que la sinceridad y la humildad valen mucho más que cualquier traje, por brillante que sea. 🌟 Y así termina nuestra historia... A veces, decir la verdad con valentía — y escucharla con humildad — nos ayuda a crecer más que cualquier apariencia. 💬 Preguntas para conversar en familia: 1. ¿Por qué crees que los adultos fingían ver el traje aunque no existía? 2. ¿Qué te parece que el niño haya dicho la verdad? ¿Hubieras hecho lo mismo? 3. ¿Qué aprendió el emperador sobre la importancia de escuchar, aunque a veces cueste? |
