El viejo que hacía florecer los árbolesAutor original: Anónimo (Oriente)Adaptado por Educrea Hace muchos, muchos años, en una pequeña aldea rodeada de montañas suaves y un bosque que parecía susurrar historias al viento, vivía un viejo leñador. Era un hombre tranquilo, de manos gastadas pero corazón grande. Una mañana fría, mientras caminaba hacia el bosque con su azadón al hombro, vio un pequeño perro blanco acurrucado junto al sendero. El animalito temblaba como una hoja. Estaba tan delgado que parecía que una brisa fuerte podría llevarlo lejos. El viejo sintió un tirón en el pecho, se agachó con cuidado y lo tomó entre sus brazos, cubriéndolo con su quimono para darle calor. Cuando llegó a casa, su esposa se sorprendió. —¡Pobrecito! —dijo, acariciándolo con ternura—. Qué mirada más dulce tienes. Los dos ancianos lo cuidaron con el mismo cariño con que se cuida un tesoro. Lo alimentaron, lo curaron y lo llenaron de atenciones hasta que recuperó fuerzas. Su pelo blanco volvió a brillar y sus ojos se llenaron de vida. Lo llamaron Shiro, que significa “blanco”, y pronto se convirtió en parte de la familia. Como no tenían hijos, Shiro llegó a ser como uno para ellos. Un día, mientras el viejo trabajaba en el huerto, Shiro empezó a ladrar emocionado junto a un pequeño montículo de tierra. El anciano se acercó curioso, tomó su pala y cavó justo donde el perro señalaba. Para su sorpresa, la tierra escondía ¡monedas de oro brillantes como el sol! Corrió a contarle a su esposa, felices ambos de aquel inesperado regalo. Pero un vecino, que había escuchado los ladridos de Shiro, observó todo con ojos llenos de envidia. Fingiendo amabilidad, pidió prestado al perrito para “dar un paseo”. Aunque Shiro no quería separarse de sus dueños, los ancianos aceptaron, confiando en la buena intención del hombre. El perro, sin embargo, percibió la mala energía del vecino y se negó a acercarse al lugar donde lo llevaba. El hombre, molesto, tiró de la cuerda y golpeó la tierra donde Shiro miraba con angustia, esperando hallar oro. Pero solo encontró piedras, raíces y trozos viejos sin valor. Frustrado, lo trató con rudeza. Shiro logró escapar y corrió hacia sus dueños, quienes lo recibieron con lágrimas y lo acunaron como a un niño asustado. Esa misma noche, Shiro, agotado y afectado por el maltrato, no pudo recuperarse. Los ancianos lo acompañaron hasta el último instante, con palabras suaves y manos cálidas. La tristeza cubrió la casa como una nube pesada. Enterraron a Shiro en el rincón del huerto donde había ocurrido el primer milagro, y plantaron un pequeño pino junto a su tumba. Todos los días lo visitaban, recordando su lealtad y cariño. Entonces ocurrió algo maravilloso: el árbol creció más rápido de lo que un árbol suele crecer. Sus ramas se extendieron como si quisieran abrazar el cielo. Los vecinos venían a ver aquel pino extraordinario, murmurando entre asombro y alegría. Un día, la anciana tuvo una idea: —Shiro amaba los pastelillos de arroz. ¿Y si hacemos un mortero con el tronco del árbol para prepararlos en su honor? El viejo aceptó con emoción. Con mucho respeto, transformó el tronco en un hermoso mortero de madera. Y cuando comenzaron a machacar el arroz… ¡los granos se convirtieron en monedas de oro! Los ancianos no podían creerlo; lloraban y reían al mismo tiempo, agradecidos por aquel nuevo regalo. Pero el vecino envidioso, que lo había observado todo, volvió a pedir prestado el mortero. Los ancianos, bondadosos y confiados, se lo entregaron. Al usarlo, el vecino esperaba ver oro aparecer. Sin embargo, nada de eso ocurrió. De su mezcla solo salieron objetos rotos y polvo. En un ataque de furia, destrozó el mortero y quemó sus restos. Al día siguiente, el anciano fue a buscarlo. El vecino, avergonzado, solo le entregó un pequeño saco con las cenizas. El viejo aceptó en silencio, con tristeza, pues sabía que esas cenizas seguían siendo parte del espíritu bondadoso de Shiro. Mientras caminaba de vuelta, una suave brisa abrió el saco y esparció las cenizas por el aire. Al caer sobre las ramas desnudas de los árboles, ocurrió el último milagro: ¡brotaron flores rojas y blancas como si fuera primavera en pleno invierno! El anciano, maravillado, compartió el descubrimiento con la aldea. Las flores aparecían allí donde las cenizas tocaban. El Señor de la provincia lo vio, quedó encantado y lo recompensó generosamente por llevar belleza a los árboles. El vecino, arrepentido al ver las consecuencias de su envidia, finalmente pidió perdón. Con el tiempo, los ancianos aceptaron sus disculpas, y los cuatro vivieron en paz y amistad, recordando a Shiro con gratitud y cariño. 🌟 Y así termina nuestra historia... A veces, los milagros nacen del amor y la bondad. Cuando actuamos con un corazón puro, la vida florece incluso en los momentos más fríos. 💬 Preguntas para conversar en familia: 1. ¿Qué parte del cuento te hizo sentir más emoción y por qué? 2. ¿Por qué crees que la envidia puede llevarnos a tomar malas decisiones? 3. Si pudieras tener un poder como el del anciano, ¿qué cosa hermosa te gustaría hacer crecer en el mundo? |
